domingo. 28.04.2024

Quizás haciendo una curiosa pirueta histórica podemos toparnos con el oficio de médico y de farmacéutico ya en los primeros tiempos. La de médico o sanador es la profesión más antigua del mundo. Piénsese que las enfermedades y accidentes en la prehistoria hicieron necesaria su existencia. Otra cosa es la oficialidad de la profesión, que no se obtiene hasta que el emperador romano Severo Alejandro firma los títulos de médico por primera vez.

Con el quehacer del farmacéutico, entendiendo por tal quien recolecta, prepara y dispensa los remedios vegetales medicinales, pasa otro tanto. De hecho, ya en la medicina griega, la prehomérica, en aquella época donde dioses, hombres y héroes vivían revueltos y embarullados, emerge la figura del iatros, del curador, del personaje que se acerca al enfermo para aliviarlo con las hierbas de efectos narcotizantes que le ha proporcionado el pharmakopoles que las cultiva en sus campos, las corta y las prepara. Desde entonces hasta el primer tercio del siglo XIX, que es cuando se inician las primeras historiografías farmacéuticas, surgen eslabones históricos que conforman el verdadero engranaje de lo que ha de ser un oficio indispensable en las ciencias de la salud: el farmacéutico.

El elaborar y dispensar los remedios para sanar aparece a lo largo de la historia como un verdadero arte, cada vez con más visos de ciencia. En la antigua cultura mesopotámica está bien representado por la que puede ser la primera farmacopea del mundo, una tablilla encontrada en Nippur con muchos remedios vegetales, animales y minerales grabados en caracteres cuneiformes. Con esta y otras tablillas se ha podido componer la totalidad de la flora mediterránea, incluida la belladona, que los boticarios sumerios laicos utilizaban en forma de jarabe, pomadas, infusiones y emplastos, productos que fabricaban tras simples operaciones farmacéuticas.

Lo que pudiera ser la primera receta médica aparece en la antigua medicina egipcia, probablemente en el papiro donde el médico instruía de cómo aplicar en las úlceras, heridas o quemaduras la mirra, miel, cera, manteca, grasa de buey, excremento de moscas o el pan ácido de cebada (-penicilium-), y que el boticario trabajaba en molinos de mano, morteros o tamices. Aquel primer documento encabezado por el ojo de Horus fue probablemente la primera receta, el documento que ha relacionado en adecuada complicidad la labor profesional de médico y farmacéutico. El ojo de Horus fue el antecedente del Dp/ (Despáchese) del encabezamiento de las recetas médicas actuales.

También en la antigua India jugó un papel importante el boticario, teniendo en cuenta que podía realizar preparaciones utilizando algunos de los quinientos fármacos del Corpus de Charoda o algunas de los setecientas del Corpus de Sushruta. Casi todas las plantas medicinales del vademecum fitoterapéutico actual eran ya conocidas por los hindúes.

Sin embargo, en la antigua China no ocurría lo mismo, pues allí no se ve representada la figura del boticario, a pesar de que se usaban plantas medicinales encabezadas por el ginseng o por la efedra.

Ni en Grecia ni luego en Roma tampoco surge históricamente la figura del boticario, aunque sí aparecen en los textos terapéuticos del Corpus Hipocraticus muchos remedios vegetales y las técnicas de su aplicación. Aún siendo esto así, Galeno sienta las bases para la preparación de fármacos, ayudándose de los primeros auxiliares de farmacia: los rizotomos, que recogían las hierbas de los campos; los farmacopolos, que vendían medicamentos compuestos; los pigmentarios, que preparaban tinturas para embellecer el rostro; y los ungüentarios. No solamente se distinguen medicamentos de uso interno (infusiones) y de uso externo (pomadas, ungüentos), sino que también una rudimentaria técnica se incorpora a aquella primitiva ‘farmacia’, es la terra sigillata, que permite fabricar pastillas preparadas con la base una arcilla blanca, el bolus alba, y empastadas con sangre de cabra, según deja reflejado Dioscórides, el padre de la farmacología.

Los árabes también tuvieron una aportación interesante al arte de preparación de medicamentos, puesto que lo hacían en forma de papelillos, aceites, tabletas, jarabes, tintura, gotas, laxantes y enemas.

Pero, antes de seguir avanzando en el desarrollo de la ciencia de la farmacia, es necesario contemplar las actividades que durante muchos siglos conformaron una vieja quimera, que estuvo en vigor hasta que en el siglo XVII surge como ciencia la moderna química: la alquimia.

La alquimia, vocablo que procede primariamente del griego (fusión) y a su vez del árabe (jugo de oro = al-Kimiya), no fue otra cosa que el intento de transmutar los metales o, más específicamente, los procedimientos químicos con que se pretendía encontrar la piedra filosofal o materia para fabricar oro sintético, el elemento que, por su gran estabilidad química, se convirtió en distintivo del disfrute del poder. Pero en la alquimia, además, se vio siempre enmarcado un interés que rebasaba lo puramente físico (la redención de la materia), pues a través de la piedra filosofal, verdadero agente de superioridad, se trataba de canalizar lo espiritual hacia el camino de la perfección (la redención del espíritu). No en vano, la primitiva alquimia, la surgida de Alejandría, concreta el conocimiento como una ruta para garantizar la salud, el encontrar la fórmula de la panacea que no solo cure todo tipo de enfermedades, sino que permita alcanzar la inmortalidad.

Pero, probablemente, el verdadero fundador de la alquimia fue Bolos de Mendes que estableció sus principios fundamentales en el Tratado de las tinturas, dedicado al oro, plata y piedras preciosas.

Botica siglo XV

No se puede hablar de la historia de la alquimia sin mencionar a María la Profetisa o la Judía, personaje de cuya existencia no hay unánime acuerdo. Probablemente vivió en el siglo III, perdiéndose su obra escrita en el incendio de la biblioteca de Alejandría en el año 389. Fue la inventora de varios aparatos que han llegado hasta nosotros, entre ellos el llamado kerotakis, alambique que se utilizó para reblandecer los metales y transformarlos en oro, o el balneum Mariae o baño María, método para aplicar calor a los cuerpos de forma uniforme, o el tribikos, aparato complicado que, entre otras aplicaciones, servía para transformar el mercurio que ya empezaba a emplearse para el tratamiento de la sífilis o mal de las bubas. Durante la Edad Media, la obra de María la Profetisa se extendió por el mundo árabe y por Europa, siendo recogida por Arnau de Vilanova, que ensalzaba sus conocimientos.

Si citáramos alquimistas de aquel entonces, la nómina sería interminable, pero sería injusto omitir algunos de ellos, entre los que destacamos a:

Jabir ibn Hayyan, conocido como Geber (720-800), autor de Summa perfectionis magisterii, y al que se le considera descubridor del ácido sulfúrico, del ácido nítrico, del agua regia y de la preparación del ‘alcohol absoluto’.

Averroes y Ibn Sina, conocido como Avicena (980-1037), que consideraba las transmutaciones solamente como cambios de aspecto y no de naturaleza de los cuerpos.

Roger Bacon o doctor mirabilis, inglés (1212-1292), fue uno de los hombres más cultos de la época. Cultivó las ciencias naturales, matemáticas, óptica, geografía, astronomía y especialmente la alquimia. Fue titulado como ‘mago y hechicero’. Su obra queda recogida en su Opus Maius escrita a petición del papa Clemente IV. Su pensamiento queda bien expresado en estas palabras: “Hay tres modos de saber: por autoridad, por razón y por experiencia. La autoridad no basta sin el razonamiento, y este no da lugar a la tranquila posesión de la verdad si la experiencia no confirma sus conclusiones”.

San Alberto Magno, doctor universalis, fue un hombre inquieto en lo científico y especialmente en el estudio de la alquimia. Lamentablemente, compartió algunas de las supersticiones medievales. Vean un fragmento: “…que una mujer lleve sobre su pecho un calcáneo de comadreja no corre el riesgo de quedar encinta…”. En su obra De la Alquimia, puede leerse: “Perseveré hasta que hube de reconocer que la transmutación de los metales en plata y oro es posible”.

La aportación española a la alquimia está representada por Arnau de Vilanova (1238-1311). Su fama fue muy merecida y está expresada en las muchas obras que dejó escitas sobre medicina, cirugía, farmacia, astrología, higiene, y astrología. Todas sus obras están dotadas además de un gran contenido filosófico. Las más importantes en el terreno de la alquimia son Rosarius philosophorum y Epistola super Alchimia. Fue médico de reyes y de papas. Cuéntase que al papa Bonifacio VIII, que mostraba gran interés por los temas alquimistas, Arnau trató con éxito una litiasis utilizando “un sello fabricado con oro bajo la influencia de la constelación de Leo, que fue aplicado sobre la zona lumbar del papa” (Juan A. Paniagua. 1994. Referido por Dr. Arribas).

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